lunes, 18 de enero de 2010

Metanoia

*
Decirle adiós a una noche como esta
mirando la luna desde el profundo
fondo de un vaso de whisky,
apuntar con mi dedo
el centro vacio de una estrella
Decir adiós, goodbye
y olvidando el nombre de todas las cosas
volverme livianamente inútil.

*
Esta mujer lucha contra libros
que entre sombras y como rebanadas de pan duro
acumulan hileras interminables de polvo
sobre el escritorio el polvo es preciso
Esta mujer no deja ningún rastro
todo lo transforma con el poder de su esponja
en un conmovedor y límpido presente
que aguarda ahora, como una página en blanco
por aquella palabra que no termina de caer

jueves, 7 de enero de 2010

Manuscrito anónimo encontrado el 7 de diciembre de 1980

Yo escribo quizás para no pensar en aquellas cosas que no deseo o que por algún motivo que jamás logre descifrar me producen pánico. Por eso la expresión artística tiende a padecer una permanente sanción de locura. El lector intenta evadir constantemente la realidad que lo circunda y por eso lee encerrado, casi abarrotado en algún lugar silencioso del planeta y lo mismo hace quien escribe bajo la muda constelación de las estrellas. El artista es un ente autárquico y poderoso que atesora la soledad como un bien casi imposible de adquirir. Esa misma soledad que tanto pudor y miedo produce a las demás personas. Los otros.
Cada párrafo que traza quien se atreve a escribir es un intento de proximidad. La misma proximidad que ha llevado a muchos hacia una soledad extrema. Es el tiempo que se va sin que nos demos cuenta. Pero el tiempo de encierro que lleva un artista no es un tiempo real. Tal vez la palabra que dispongo no sea la correcta y esta idea que transcurre en una suerte de vacío tampoco sea cierta. El tiempo como cualquier otra simple medida tiene un espacio prefigurado en el cual se desarrolla pero fuera de él se desvanece. El tiempo posee una funcionalidad concreta, sobre todo en el trabajo y en aquellos instantes que asumimos con felicidad. Es ahí donde su poderío asume relevancia. Es el tiempo circunscrito, muy distinto al tiempo que consumen, por ejemplo, los poetas y los pintores o los músicos y los artesanos.

Pero dentro de esta habitación en cambio, nada de eso ocurre. Todo quizás quede suspendido y vaya a saber uno donde. Aquí el tiempo pierde su efectividad corrosiva, que tal vez sea, su más sincera manifestación. El tiempo supone un límite, creando una barrera indestructible. En cambio aquí todo es permanente y constante.
Esto que digo lo pude verificar por primera vez hace más de diez años. Cuando nos mudamos con mi esposa a esta casa. Ella padecía una rara enfermedad pulmonar y el doctor, Augusto Meller, nos aconsejo para su larga recuperación, trasladarnos a San Francisco del monte de Oro.
Un valle maravilloso, ubicado a ciento veinte kilómetros al norte de la capital de San Luis; rodeado por sierras y surcado por varios ríos en donde predomina sobre la vasta vegetación la palmera Caranday y la chilca melosa. El valle se encuentra encerrado entre dos cordones serranos de altura y geografía diferentes, por lo tanto la variedad de sus pájaros es infinita. Existen tres especies distintas de Zorzales, Jilgueros y benteveos pero el ave con más predominio del lugar es “el rey del bosque” también denominado zorzal overo. Su nombre es atribuido por su llamativo plumaje amarillo y negro pero además posee un canto sumamente melodioso. Por estas dos razones se ha convertido en el pájaro más buscado por los traficantes de la zona.
El clima serrano fue aconsejado por nuestro doctor pero teníamos que tomar las precauciones correspondientes debido a la importante variación térmica que existe entre la noche y el día.
Por ese motivo salíamos siempre temprano aprovechando la mañana y caminábamos la costa del río con Matilde y los perros hasta el medio día.
Era una rutina que manteníamos con una alegría inquebrantable. Matilde preparaba una pequeña y variada vianda que más tarde desayunábamos en la costa del río o en algún lago soleado. Durante el recorrido ya sea a la ida o a la vuelta del camino, los mismos lugareños nos saludaban siempre desde sus mismas posiciones. Oscar, el mecánico dental, corría sus cortinas a las siete y media, cuando los primeros rayos de sol comenzaban a entrar desde el norte por su ventana y al vernos pasar, nos rendía tributo por medio de una sonrisa que quedaba dibujada desde el otro lado del vidrio. Marta soltaba a su perra maltesa para que pudiera jugar con lujan esos breves minutos que duraba nuestro trayecto hasta llegar al sendero del río.

A determinada edad las cosas simplemente se suceden. Los acontecimientos comienzan a parecernos simples y directos, por lo tanto, uno va sintiendo que le vida es una cuestión de amaneceres. El sentido de la vida quizás este oculto en una pradera o en el fondo del mar.
Jamás lo pude imaginar en una oficina. Es verdad también que para encontrar el sentido de las cosas uno debe estar más cerca de la muerte. Cuando somos jóvenes abusamos del tiempo pero cuando empezamos a morir, nos damos cuenta que ese acto puede llegar a ser trascendental. ¿Qué importancia le daría uno a la vida si no existiera la muerte? Todo carecería de valor.

Cuando me entere de la enfermedad de Matilde inmediatamente supuse que estaba muerta.
Esa idea, hasta el día de hoy, navega constantemente en mi mente como un intruso molesto. Pero desde ese día no dejo de recordar acontecimientos que habían pasado inadvertidos, hechos o situaciones que fueron en su momento para nosotros de poca relevancia. Desde que el doctor Meller nos leyó el parte médico, no dejo de asombrarme por la estricta y detallada memoria que fui adquiriendo. Desde entonces recuerdo todo aquello que viví con ella y en cada uno de esos recuerdos puedo percibir los aromas del momento con una precisión absoluta. El recuerdo se fundamenta en los olores, por lo tanto,en cada repaso de mi vida podía encontrar a todos ellos. El de mi infancia recogido por el aroma que desprendían los libros de la biblioteca de mi abuela. La esencia del primer beso oculto entre los cabellos de una niña. Los viernes de mi adolescencia, los juegos y los deportes, el primer fracaso laboral y el nacimiento de mi hijo. Todo aquello estaba estrictamente representado y a cada memoria le correspondía una fragancia que ineludiblemente había acompañado a cada hecho de mi vida. El olor a sal de los veranos, la primavera en el campo de Anselmo y sus atardeceres con el tufillo a pasto recién cortado. Regar la tierra seca del camino con mi padre, percibiendo como la naturaleza deja rastros de vida como si por medio del agua se cocinaran lentamente todos sus minerales. El olor rancio del miedo y ese olor rígido que despide la muerte después de un beso.

Aquellos primeros meses me habían retrotraído hasta el día de mi nacimiento. Estaba como detenido en un solo tiempo. Como si la vigilia fuera un sueño que yo solo podía controlar. La memoria se había convertido en un motor lucido.Mi vejez se había paralizado y lo mismo había sucedido con la enfermedad de Matilde. Los viejos para nuestra sociedad son una forma de insulto. Pero lo más desgraciado es ver que los ancianos ni si quiera son tomados en cuenta
Esa actitud duele aun más que el propio olvido. Las personas con los años se van transformando en niños pero sin esa simpatía demoledora que los caracterizan. Los viejos, cuando se orinan o tartamudean parafraseando algo que están a punto de olvidar, pierden por completo el encanto que tienen los niños cuando hacen exactamente lo mismo. A su vez van adquiriendo un aspecto triste, sobre todo, porque nos recuerdan constantemente lo real y cercana que se ve la muerte. Por eso es necesario mantenerlos lejos y apartados. Quizás eso fue lo que indirectamente quiso decirnos el doctor Meller cuando nos recomendó instalarnos en el valle de San Francisco. Hubiera sido poco caballero de su parte decirnos a Matilde y a mí otra verdad tan incómoda.

Con el tiempo nuestra familia fue olvidándose de nosotros. Al principio recibíamos alguna correspondencia de nuestra nieta o algún llamado telefónico en víspera de navidad y año nuevo pero en los últimos años nadie volvió a preguntar ni por Matilde ni por mí. Nosotros decidimos hacer lo mismo, pero procuramos pensar que al actuar de esa manera, no molestaríamos a nadie con nuestros asuntos pasados de moda. Teníamos, como dije anteriormente, una rutina de paseo inquebrantable donde cada mañana renovábamos nuestra promesa de amor.
Matilde jamás había sido tan hermosa, más allá de la belleza de su juventud, se había convertido ahora, en una verdadera mujer. Cada pensamiento, cada palabra suya tenia la fortaleza del sol. Su piel había recobrado la fragancia de todas las flores. Todo en ella era nuevo y sano. La suavidad de sus manos, la humedad de sus labios, la nueva textura en su pelo. Todo en ella volvía a renacer cada mañana con los primeros azules del cielo y mi amor se volvía fuego cuando la luz del día se reflejaba en sus ojos verdes. El amor cuando es sincero no tiene rutina que lo menoscabe y aunque todos los días fueran lluviosos, permanecer a su lado para mí era suficiente.

Ahora que la ciudad está fuera de moda y nosotros también puedo confiar en esta muerte.
La calma es como flotar en el agua, como un silencio estricto que solo un buzo podría definir. Ahora escribo sin detenerme sobre todas mis vidas. Aquellas que viví alguna vez y otras que persigo. Puedo comprender con inocencia todas las zonas anteriores, la sanación de las heridas y la abolición del pensamiento malicioso.
Desaparecer había sido eso. Descansar sobre la última mirada de Matilde y despertar cada mañana perteneciendo a una memoria despreocupada. Entender que jamás nos vamos de este mundo y que morir es una tarea imposible. La muerte, de todos los secretos, es el secreto más hermoso.