viernes, 27 de noviembre de 2009

Postfacio


Más allá de sutilezas técnicas o de espejismos teóricos, la poesía, cuando se la practica sin demasiadas pretensiones, quizás no sea otra cosa que una manera de velar por la experiencia inmediata, una curiosidad templada en todas las formas sensibles, lo mismo que cultivar un jardín o escuchar el canto de los pájaros. Esto es todo lo que deberíamos tener en cuenta a la hora de escribir un poema. Aún así, cuán a menudo lo dejamos de lado, y cuántas ideas infructuosas —todo lo que llamamos, crasamente, belleza, cultura, conocimiento y civilización— se anteponen a este simple y misterioso principio.
Alcanzaría con abrir una antología de poesía clásica china para comprobarlo. Entre sus muchas virtudes, la mayoría ajenas a nuestra mentalidad cartesiana, lo sorprendente de esta poesía es que sabe callarse a tiempo, y aún tocando siempre los mismos temas, nunca suena monótona ni retórica. Sobre todo, es conocida su proverbial ligereza y su exactitud para nombrar la experiencia inmediata, con un sentido común que limita, muchas veces, con la más certera extravagancia, y que entre nosotros sólo muestran los niños que recién empiezan a manipular el lenguaje. Ahora mismo, hojeando uno de esos libros que me llevaría a la isla desierta (si quedara alguna), la antología de Raúl A. Ruy: Poetas chinos de la dinastía T’ang, he contando al menos doscientas maneras de describir el sonido de la lluvia cayendo sobre las hojas de un banano; otras tantas para referirse a los pantallazos fugaces de la luna y otras para el paso de las estaciones o el movimiento de las nubes.
En la nomenclatura de Linneo, a la planta del banano se la llama musa paradisiaca; a ella le siguen la musa acuminata y la musa balbisiana como representantes genéticamente puros de esta especie que, bien mirada, es una extraordinaria fusión entre planta y árbol. La clasificación original de Linneo se basa en ejemplares cultivados por él mismo, en su invernadero. Cuando imagino al gran naturalista sueco acuñando el nombre más exacto para la planta, y luego describiendo minuciosamente sus frutos, sus brácteas y sus hojas, me parece que eso, aunque pueda sonar un poco descabellado y hasta, quizás, patético, es lo más próximo a la poesía china que conocemos en Occidente.
El hijo de Loli, la mujer de Ezequiel, se llama Manuel. Tiene cuatro años. Es un niño extraordinariamente dulce, cortés y afectuoso. En realidad, es un poeta chino en estado salvaje, un pequeño Linneo inspirado. Puedo decir esto con total veracidad, ya que hace dos veranos pasé unos días con él y con su familia en una casa de campo ubicada en un pueblo que se llama Robles, al noroeste de la provincia de Buenos Aires, donde —si no me equivoco— fue escrita una buena parte de este libro. Allí, entre largos asados, entre cardos, moscas y vizcachas, largas siestas e interminables caminatas por la llanura, Manu nos dio las más variadas y sutiles lecciones de zoología, botánica, metafísica y poética que pude escuchar en mi vida. Me acuerdo, por ejemplo, que una tarde volvíamos de hacer nuestra habitual excursión por las cuevas de los sapos, cuando encontramos un pájaro —creo que era un jilguero— caído en el pasto. Nos detuvimos un largo rato a observarlo en silencio, pero, por un pudor instintivo o por alguna otra razón que desconozco, ninguno de los dos se atrevió a tocarlo. Luego, sin pensar, me pregunté en voz alta: “¿De qué habrá muerto?”. Y Manu me respondió enseguida, con esa sabiduría irrefutable que poseen algunos niños y algunos poetas: “¡De viejo!”. En ese momento sentí que la vocecita de Manu venía desde muy lejos, y no exagero si digo que era una voz —anónima y escurridiza— que había viajado toda la eternidad para hacerme entender algo tan simple como eso: que un pájaro, como cualquier criatura, está hecha de tiempo y puede también morir “de viejo”.
Ahora, cuando leo en Campo atravesado que un sapo es comparado a “un dios con ojos de niño”, que “existe un mar donde/152 mujeres desnudas/ forman la ola más grande del mundo” o que “aquello que ocurre debajo de la piel/es una manifestación extraña del silencio”, no puedo evitar acordarme de Manu y sus brillantes reflexiones sobre la naturaleza, hechas al pasar, en alguna de esas largas tardes de calor asfixiante, mientras parpadeaba por encima de un enorme gajo de sandía que casi le tapaba toda la cara. Por supuesto, no todo es mérito de Manu en este libro. Al fin y al cabo, un niño necesitaría avanzar toda la vida para conquistar esas primeras iluminaciones espontáneas y abruptas. Pero entonces ya no sería un niño, sino un poeta.
“Volver a ser niños en la noche de los sapos” dice Ezequiel Canero en el hermoso poema —dedicado a Arnaldo Calveryra, el hombre de las mil memorias — que cierra este libro. Y quizás escribir no sea más que eso: pisar el pedal del recuerdo al máximo, quedarse solo frente al lenguaje, tratando de recuperar el nombre preciso de las cosas, dándole un sentido a nuestra anodina historia, nuestros cambios, todo eso que no es más que una acumulación de pequeños tránsitos —y grandes viajes— que nos proporcionan las palabras.

Walter Cassara
Buenos Aires, 14 de noviembre de 2009-- http://www.huesosdejibia.blogspot.com/

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