miércoles, 23 de diciembre de 2009


Estaba seguro que iba a tener que esperarla por más de media hora. Como de costumbre las mujeres tienden a desaparecer. Los viernes Buenos Aires, cuando cae la noche y comienza el verano pareciera atender los deseos de todos, como un kiosquero frente a la mirada de los niños.
Mientras fumaba un cigarrillo me di cuenta que Jaime ya no estaba en el lugar donde siempre acostumbra escribir en su cuaderno de anotaciones. Sobre Peña, a mitad de cuadra, hay una librería pequeña que posee un frente, amplio y antiguo, con el piso de mármol blanco donde Jaime con el consentimiento de sus dueños vivía hacia más de cinco años. Era uno de los personajes emblemáticos del barrio. Todos los habitantes lo conocían y a todos él saludaba mientras no estuviera padeciendo algún ataque de locura. Cuando esto sucedía, los encargados de los edificios de la cuadra ponían manos a la obra y estaban pendientes de él, cuidándolo como a un niño, hasta que pudieran hacer desaparecer todos los fantasmas que lo aquejaban.

La vereda estaba recién baldeada por lo tanto presumí que podría haber salido a pasear. Los vagabundos también necesitan salir de sus taperas, pensé. A pocas cuadras había una plaza donde otros infelices como él se juntaban a tomar vino pero me pareció casi imposible imaginar que Jaime se pudiera juntar con ellos. No tenía ese target. Él, más allá de toda su miseria poseía una presencia casi importante. Si no fuera porque dejaba crecer su barba en forma desmedida, aunque manteniéndola perfectamente prolija, uno podía pasar desapercibido y entrar acompañado por él a cualquier restaurante mediocre de Palermo.

Sus pertenencias estaban allí. Envueltas en bolsas de consorcio las ropas de invierno y en pequeñas bolsas de supermercados las mudas habituales del calor. Todo aquello ubicado en su perfecto lugar detrás del colchón de una plaza, que aparecía graciosamente enrollado como si fuera un matambre navideño. Su cuaderno de notas descansaba sobre una fila de libros que le servían como una pequeña mesita de luz. Me acerque lentamente aparentando leer las novedades que se mostraban a través del vidrio de la librería y tome el anotador. Abrí el cuaderno y leí sus primeras páginas que estaban llenas de números y letras y supuse que era el diario de un desbordado, el diario de un loco sin sentido. Pero corriendo sus páginas más adelante, comencé a leer poemas preciosos. En ellos estaban las metáforas más originales que había leído hasta entonces. Los silencios más oportunos y las pausas más correctas aparecían allí. Cada poema tenía un centro continuo de atención y todo aquello que lo rodeaba se hacía cada vez más profundo y luminoso. Al mismo tiempo que leía esos versos, se me hacía imposible apartar la mirada sobre ese centro que se formaba como si fuera un dibujo; pero el poema a pesar de esa imposibilidad, continuaba redactándose solo en mi interior como si se estuviera escribiendo en ese mismo instante. Cerré de inmediato el cuaderno y me di cuenta que estaba solo en la mitad de la calle. Alce la mirada hacia las dos esquinas que se mostraban despobladas y un sudor frío comenzó a correrme como si tuviera la sangre congelada.

¿Quién podría sospechar que yo era capaz de robar el cuaderno personal de un desdichado? ¿Quién podría imaginar que la tristeza y la locura fueran capaces de escribir esos versos gloriosos? Cerré ligeramente el cuaderno de notas y acelere el paso hasta llegar a la primera esquina. Luego cruce la calle Peña intentando ver si alguien había sido testigo de mi arrebato y baje por Laprida a toda velocidad hasta que pude llegar finalmente a las Heras. Recién en la avenida trate de descansar unos segundos, como descansan los delincuentes luego de sustraerle la cartera a una anciana. Cada rostro que me observaba probaba de mí una angustia desesperante. Oculte el cuaderno entre mis ropas y limpie el sudor de mi frente con las dos manos. Todo el cuerpo padecía todavía el mismo frío.

Hasta el día de hoy intento destruirlo, quemarlo o tirarlo en alguna fuente e imaginar sus páginas destiñéndose debajo del agua. Hay noches que no dejo de soñar. Jamás logre abrirlo nuevamente.
De Jaime, luego de un tiempo, supe por un vecino del barrio que había desaparecido. Nunca más supimos de él, me dijo tristemente el encargado de uno de los edificios. Intentaron varias veces otros hombres, establecerse en la puerta de la misma librería de la calle Peña pero los dueños no volvieron a permitirlo.

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